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¡Profe, hay un magnetrón en mi cocina! Aprendizaje significativo en la didáctica de las ciencias.

Daniel Erice
Daniel Erice
ene 7, 2020
Daniel Erice

No es por presumir, pero mi madre fue la primera mujer ingeniera de montes en España y una de las máximas expertas en protección de maderas de Europa. Por eso cuando don Vicente, mi profesor de 5º de EGB, nos propuso llevar a clase un objeto con el que nuestros padres trabajaran habitualmente, mi madre me preparó una madera entre dos cristales en la que introdujo una carcoma. A través de los cristales podíamos ver cómo la carcoma iba agujereando la madera a pequeños mordiscos, transformándola en serrín.

En clase se hizo una pequeña exposición de todos los objetos que habían traído mis compañeros: calculadoras, libros de contabilidad, de leyes, algún que otro estetoscopio, un borrador… Todos menos mi carcoma. A don Vicente le dio miedo que el bicho se escapara y se comiera los pupitres y las mesas, así que me obligó a llevármela de vuelta a mi casa. 

Durante aquel curso don Vicente me enseñó un montón de cosas, pero rechazando aquella carcoma perdió la oportunidad de enseñarnos a toda la clase el ciclo vital de los insectos, con sus distintas fases; de mostrarnos cómo se produce la metamorfosis; de explicarnos la diferencia entre una larva, una oruga y una ninfa, o a distinguir entre insectos y arácnidos… Y, sobre todo, de hacerlo de manera que no se nos olvidara jamás.

Los profesores de ciencias, al igual que don Vicente, tenemos un aliado extraordinario para provocar aprendizajes que sean realmente significativos para nuestros alumnos: nuestra propia disciplina, la ciencia…

Así que en estas líneas vamos a hacer un breve retrato robot sobre cómo es la ciencia y sobre qué cosas podemos aprovechar de la ciencia para hacer de nuestras clases lugares de verdadero aprendizaje significativo.

Como primer punto de este retrato robot, tenemos que tener claro que la clave de la ciencia está en las preguntas, no en las respuestas. Jorge Wagensberg decía: “Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”. La ciencia avanza a base de hacerse las preguntas adecuadas. ¿Cómo veríamos el mundo si fuéramos subidos a lomos de un fotón? ¿Por qué se cae una manzana del árbol, pero la Luna sigue en el cielo? ¿Cuál es el número primo más alto? ¿Qué pasa si dividimos la materia infinitamente?

Cuando decimos que un niño o una niña tienen espíritu científico, es porque está continuamente haciendo preguntas, no porque se sepa las respuestas. Y curiosamente los docentes de ciencias dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo a dar respuestas y a evaluar respuestas, cuando tendríamos que estar fomentando entre nuestro alumnado la capacidad de hacerse las preguntas adecuadas.

Por otro lado, los resultados que nos devuelve la ciencia a todas estas preguntas son resultados antiintuitivos. Por eso ¡la ciencia sorprende!, porque va en contra de nuestra intuición. Y qué mejor herramienta que la sorpresa para atraer la atención de nuestros alumnos en nuestras explicaciones, y que su aprendizaje sea significativo.

Todos, en cualquier momento de nuestra vida (ya sea cuando estamos en etapa infantil, primaria, secundaria o de adultos), nos hacemos una representación mental sobre cómo funciona el mundo, dándonos respuestas a todas esas preguntas que nos hacemos. Esas respuestas tienen más que ver con la intuición que con la ciencia. Porque si fuéramos capaces de entender el mundo solo con nuestra intuición, no necesitaríamos la ciencia.

El niño en su evolución, igual que el ser humano a lo largo de la Historia, se da respuestas sobre el funcionamiento del mundo, de manera intuitiva, y va configurando con ellas su propia cosmogonía. Así, el hierro cae antes que la pluma, la Tierra gira alrededor del Sol, o el nitrógeno líquido está muy caliente porque echa humo.

Vamos pues a indagar en cómo la ciencia va generando el conocimiento a partir de esas representaciones intuitivas partiendo, cómo no, de una pregunta.

Ejemplo
Ejemplo

¿Qué tarda menos en caer, una goma de borrar o un papel?

En ciencia da igual cuál es la respuesta correcta, porque la ciencia nos permite equivocarnos. El conocimiento científico se saca tanto de las respuestas correctas como de las erróneas. De hecho, muchos de los grandes descubrimientos han venido precedidos por un error: los rayos infrarrojos, los rayos X, la penicilina, o el mismísimo microondas… son solo algunos. Paul Feyerabend, filósofo de la ciencia y anarquista del conocimiento, propone que para que el conocimiento científico avance más deprisa habría que producir hipótesis inventadas, aleatorias y absolutamente locas e inconsistentes con los conocimientos generalmente aceptados.

Pero el error no es suficiente para el avance científico… Es necesario que haya una mente pensante que saque conclusiones de ese error.

Y eso a mí me hace preguntarme: ¿Dejamos margen a la equivocación en nuestras aulas? ¿Juega un papel el error en nuestras clases? ¿Cuál?

Pero volvamos a nuestra pregunta: ¿qué cae antes, una goma o un papel? Claramente la intuición nos dice que caen antes los objetos más pesados. Igual que nos dice que estamos quietos y es el Sol el que se mueve. O que por muy rápido que nos desplacemos lo que marque mi reloj va a ser igual a lo que marque el tuyo… 

 

Esto es lo que nos dice la intuición, y sin embargo la ciencia, gracias al lenguaje de las matemáticas, nos dice algo muy distinto: si el rozamiento con el aire es el mismo, todos los objetos caen con la misma aceleración y velocidad independientemente de su peso.

Esta nueva manera de ver el mundo de la caída libre de los cuerpos es tan antiintuitiva que incluso en esta noticia publicada por los periodistas de Materia (que es una excelente sección de ciencia del periódico El País) se equivocaron en su valoración del accidente que tuvo la sonda Schiaparelli lanzada por la ESA para aterrizar en Marte. Según el texto, “el exceso de peso explicaría el rápido descenso”, cuando la ciencia nos dice que la velocidad del descenso no depende del peso, como acabamos de ver.

La ciencia, por tanto, va avanzando a base de generar nuevo conocimiento sobre el conocimiento existente, incluso cuando ese conocimiento existente sea más intuitivo.

Y precisamente esta forma de funcionar es la que se promueve desde el aprendizaje significativo. El aprendizaje significativo consiste en asociar la información que ya poseemos con nuevas informaciones, reajustando y reconstruyendo ambas.

En resumen, deberemos partir de la realidad de nuestros alumnos (aunque su concepto de esa realidad sea intuitivamente falso), para a través de preguntas y utilizando (por qué no) la sorpresa, generar un nuevo conocimiento.

Este nuevo conocimiento deberá ser memorizado, pero el uso de la memoria aparece al final del proceso, después de haber asentado ese conocimiento sobre la experiencia y sobre un conocimiento previo. En el aprendizaje memorístico, contrapuesto al aprendizaje significativo, la memoria aparece desde el principio y es la base en la que se asienta la adquisición de nuevos conocimientos.

Y por esta razón no podemos separar la ciencia de su contexto. Ni del contexto del alumnado al que se la estamos enseñando, ni del contexto histórico en el que se realiza el descubrimiento que tratamos de enseñar. Porque los procesos de adquisición de este nuevo conocimiento van a ser similares, tanto en el plano histórico como en el plano personal de nuestros alumnos.

En la canción Bohemian Rhapsody de Queen, Freddy Mercury hace referencia a Galileo. Pero no es a Galileo Galilei, el científico. Es a Galileo padre, Vincenzo Galilei, músico, filósofo y luthier.

Galileo Galilei hijo desarrolló toda su teoría de la caída natural de los cuerpos gracias a que en el taller de su padre podía disponer de mástiles trasteados uniformemente con los que hacer sus experimentos de planos inclinados y medir con precisión los tiempos.

Desde niño Galileo se interesó por la música, la poesía y el diseño, y llegó a entrar en la Academia de diseño de Florencia, donde aprendió la técnica pictórica del claroscuro.

La figura 1 muestra el primer dibujo de la Luna vista a través del telescopio, hecho por el astrónomo inglés Thomas Harriot en 1609, unos meses antes de que Galileo apuntara su propio telescopio hacia nuestro satélite, e hiciera las acuarelas de la figura 2. Thomas Harriot no sabía pintura. Galileo era un experto acuarelista.

Solo un ojo como el de Galileo, entrenado en las nuevas técnicas pictóricas de la perspectiva, podía interpretar las sombras de la Luna como relieve.

Con esta historia podemos apreciar claramente la influencia del contexto sobre la ciencia. Pero al revés también funciona.

La figura 3 muestra una Virgen de Murillo, con una Luna perfectamente aristotélica (una esfera perfecta), pintada años después del descubrimiento de Galileo. Y la figura 4 es una Virgen de Cigoli, un amigo de Galileo, que pintaba Lunas con relieve, muy parecidas a las acuarelas de Galileo.

Pero por otro lado, esta relación cercana con el arte le impidió a Galileo aceptar la teoría de Kepler del movimiento de los planetas alrededor del Sol en órbitas elípticas. Desde su visión neoclásica del mundo, Galileo percibía las elipses como una forma “degenerada” típica del manierismo. El Universo no podía regirse por estas formas, privilegiándolas a la “perfección” de las esferas.

Así pues, no podemos entender la evolución de la ciencia si la separamos de su contexto. Y de nuevo me pregunto, ¿en nuestras clases de ciencias, en nuestros libros de ciencias, aparece alguna vez el contexto en el que se produjo un nuevo descubrimiento?

Es importante entender el contexto histórico en el que se realiza la ciencia, pero al mismo tiempo tenemos que conocer el contexto en el que se mueven nuestros propios alumnos y, sobre todo, ser capaces de relacionar ambos. Porque la ciencia nos habla sobre la realidad. Sobre nuestra realidad. Sobre la realidad de nuestro alumnado.

Y es esta una realidad que huele, porque la ciencia huele, la ciencia explota, la ciencia moja. Yo aún tengo impregnado el olor a humedad y a madera mojada del laboratorio en el que trabajaba mi madre.

Actualmente tenemos grandes cantidades de conocimiento científico preciso, conciso, bien ejecutado… y muy accesible, a un click de distancia. Un conocimiento de consumo rápido: lo vemos, y pasamos al siguiente Tweet.

Los docentes de ciencias tenemos que ser capaces de distinguir nuestros contenidos de esos contenidos de consumo rápido que no dejan huella.

¿Y cómo lo hacemos?

Nuestro cerebro posee (y utiliza) unos recursos extraordinarios para proporcionarnos una experiencia tridimensional de la realidad que habitamos, y nos relacionamos con el mundo con cinco sentidos (o más). Pero en nuestras clases desaprovechamos tres de estos sentidos y una dimensión completa. Casi todo lo que mostramos es audiovisual, y lo presentamos sobre superficies de dos dimensiones.

Si le pedimos a nuestros alumnos que dibujen a una persona haciendo ciencia, seguramente la representarán con una bata de laboratorio y unas gafas protectoras. Más allá del estereotipo a esta imagen no le falta verdad. La mayoría de las veces, para hacer ciencia, tenemos que protegernos. Pero en las escuelas los docentes de ciencias le hemos dado el privilegio de poder mancharse, y de necesitar protección, a las clases de artes.

La ciencia debe dejar mancha, en todos los sentidos… Como docentes, nuestra misión debería ser dejar una huella en los alumnos, que la experiencia que tengan en nuestras aulas sea significativa, y que cuando vuelvan a su casa le sigan dando vueltas a las nuevas preguntas que les hemos provocado.

Dejemos que la realidad entre en nuestras aulas, y no tengamos miedo de que se coma los pupitres.

 

Daniel Erice
Director de Alioth Arte&Ciencia

Perfil de Twitter: @elastrolabio